Por Germán Ayala
Osorio
En términos de generación de víctimas,
cualquier colombiano medianamente informado puede confirmar que el largo y
degradado conflicto armado interno es una fuente casi inagotable de dolor, desazón
e incertidumbre para la población civil que sufre las embestidas de todos los
actores armados que participan de las hostilidades. A pesar de varias negociaciones
de paz, los esfuerzos de pacificación terminan en desmovilizaciones y procesos
de reinserción fallidos o medianamente exitosos, lo que hace posible que hoy,
50 años después, persistan aún, grupos al margen de la ley que creen que la
lucha armada y el posterior triunfo “revolucionario”, traerá, inexorablemente,
la paz, la reconciliación y el cambio.
Bajo esas circunstancias
contextuales, la paz, como concepto e ilusión se va vaciando de sentido por el cansancio
que produce su enunciación en boca de unos actores armados y agentes políticos y
económicos poco comprometidos con la necesidad de hacer los ajustes
institucionales y culturales que enruten al país hacia estadios civilizatorios
en donde sea posible que se consoliden la democracia, el respeto a la vida en
todas sus manifestaciones, una nación plural y un Estado moderno.
El triunfo del No en el plebiscito
por la paz sirvió para ahondar las diferencias entre dos bandos aparentemente
irreconciliables: quienes dijeron No, lo hicieron porque le apostaron al
fracaso del acuerdo de paz de La Habana por considerarlo espurio; y aquellos que
votaron Sí, porque asumieron ese armisticio como un freno a la generación de
víctimas civiles, plausible postura ética, mal vista por quienes se expresaron
negativamente.
Con la aparición de las esperadas
disidencias farianas, la incapacidad institucional (estatal) para implementar
lo acordado y las acciones del gobierno de
Iván Duque conducentes a “hacer trizas la paz”, terminaron por vaciar de sentido
ese anhelo de pacificar un país que habla de paz, pero que hace todo para que
la guerra continúe, porque frases como “paz sí, pero no así”, terminan por exponer
las mezquindades y la avaricia de aquellos que invirtieron millonarias sumas de
dinero, no para acabar con las guerrillas, sino para provocar un bien calculado
éxodo campesino, con la consecuente reconcentración de la tierra por despojo, actividad
que contó con la colaboración de paramilitares, ganaderos, militares y empresas
agroindustriales. Así las cosas, hablar de paz no solo se torna aburrido, sino
insustancial porque los que dijeron No ese 2 de octubre de 2016, se acercaron,
ética y moralmente, a las maneras de pensar de guerrilleros y paramilitares.
Después del estallido social y del desastroso gobierno del fatuo, obsecuente e infantil de Iván Duque Márquez, vendría el primer gobierno de izquierda en un país que se acostumbró a las maneras de gobernar de una derecha clasista, racista, machista, retrógrada y homofóbica y neoliberal. Justamente, el cambio, como vocablo e ilusión transformadora lo asentaron quienes agitaron esa bandera en ese sempiterno clasismo, racismo, machismo y homofobia como asuntos que deberían de superarse rápidamente.
Quizás ese sea el error más
grande de la izquierda: haber ofrecido un cambio, sin tener en cuenta o mirando
de soslayo las complejidades de una sociedad confundida moralmente como la
colombiana; así como la consolidación de un régimen criminal y mafioso, atado a
un ethos pernicioso que guió y guía aún la vida de millones de colombianos, que
les sirvió en el pasado para sobrevivir a través del clientelismo y otras
prácticas sociales fruto de precariedades colectivas e individuales en términos
de capital social y cultural.
Pensar que es posible cambiar todo
lo que ha estado mal en Colombia, en cuatro años, resulta quimérico, ilusorio y
de alguna manera, artificioso. Leopoldo Villar Borda, en reciente columna en El
Espectador, sostiene que “después de la explosión social, la agitación de la
campaña presidencial y la ilusión de un nuevo despertar nacional tras la
victoria de Gustavo Petro, Colombia está descendiendo con rapidez por la
pendiente de la montaña rusa emocional de la que no sale desde hace mucho
tiempo. Además de la polarización, la violencia, la corrupción y las pugnas
que han hecho añicos el sistema político, el país sufre un malestar general que
pide a gritos una solución de fondo. La sensación prevaleciente es que
estamos en un callejón sin salida. Pero, así como en la vida de las
personas no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista, hasta el país
más agobiado puede salir del hueco”.
La Paz y el Cambio cumplieron sus
propósitos como eslóganes de campaña, pero aún no logran consolidarse como
verbos, condiciones y requisitos para hacer de Colombia una “potencia mundial
de la vida”. Buscando la paz llevamos 50 años y aún no se logra pacificar el
país; y buscando el cambio, tan solo año y medio como apuesta gubernamental.
Al problema de tener una
dirigencia económica y política retrógrada, corrupta e incapaz de coadyuvar a construir
nación, se suma el desespero de una sociedad que aún no conecta el cambio con
la necesidad de la paz, porque naturalizó un ethos nocivo y la imposibilidad de
conectar hechos y circunstancias. Al final, el cambio debe venir orientado de abajo
hacia arriba, así la paz siga atada al único camino trazado hasta el momento:
de arriba, hacia abajo.
Imagen tomada de Cambio.
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