sábado, 7 de octubre de 2023

LA PAZ Y EL CAMBIO SE VACIARON DE SENTIDO

 

Por Germán Ayala Osorio

 

En términos de generación de víctimas, cualquier colombiano medianamente informado puede confirmar que el largo y degradado conflicto armado interno es una fuente casi inagotable de dolor, desazón e incertidumbre para la población civil que sufre las embestidas de todos los actores armados que participan de las hostilidades. A pesar de varias negociaciones de paz, los esfuerzos de pacificación terminan en desmovilizaciones y procesos de reinserción fallidos o medianamente exitosos, lo que hace posible que hoy, 50 años después, persistan aún, grupos al margen de la ley que creen que la lucha armada y el posterior triunfo “revolucionario”, traerá, inexorablemente, la paz, la reconciliación y el cambio.

Bajo esas circunstancias contextuales, la paz, como concepto e ilusión se va vaciando de sentido por el cansancio que produce su enunciación en boca de unos actores armados y agentes políticos y económicos poco comprometidos con la necesidad de hacer los ajustes institucionales y culturales que enruten al país hacia estadios civilizatorios en donde sea posible que se consoliden la democracia, el respeto a la vida en todas sus manifestaciones, una nación plural y un Estado moderno.

El triunfo del No en el plebiscito por la paz sirvió para ahondar las diferencias entre dos bandos aparentemente irreconciliables: quienes dijeron No, lo hicieron porque le apostaron al fracaso del acuerdo de paz de La Habana por considerarlo espurio; y aquellos que votaron Sí, porque asumieron ese armisticio como un freno a la generación de víctimas civiles, plausible postura ética, mal vista por quienes se expresaron negativamente.

Con la aparición de las esperadas disidencias farianas, la incapacidad institucional (estatal) para implementar lo acordado  y las acciones del gobierno de Iván Duque conducentes a “hacer trizas la paz”, terminaron por vaciar de sentido ese anhelo de pacificar un país que habla de paz, pero que hace todo para que la guerra continúe, porque frases como “paz sí, pero no así”, terminan por exponer las mezquindades y la avaricia de aquellos que invirtieron millonarias sumas de dinero, no para acabar con las guerrillas, sino para provocar un bien calculado éxodo campesino, con la consecuente reconcentración de la tierra por despojo, actividad que contó con la colaboración de paramilitares, ganaderos, militares y empresas agroindustriales. Así las cosas, hablar de paz no solo se torna aburrido, sino insustancial porque los que dijeron No ese 2 de octubre de 2016, se acercaron, ética y moralmente, a las maneras de pensar de guerrilleros y paramilitares.

Después del estallido social y del desastroso gobierno del fatuo, obsecuente e infantil de Iván Duque Márquez, vendría el primer gobierno de izquierda en un país que se acostumbró a las maneras de gobernar de una derecha clasista, racista, machista, retrógrada y homofóbica y neoliberal. Justamente, el cambio, como vocablo e ilusión transformadora lo asentaron quienes agitaron esa bandera en ese sempiterno clasismo, racismo, machismo y homofobia como asuntos que deberían de superarse rápidamente.

Quizás ese sea el error más grande de la izquierda: haber ofrecido un cambio, sin tener en cuenta o mirando de soslayo las complejidades de una sociedad confundida moralmente como la colombiana; así como la consolidación de un régimen criminal y mafioso, atado a un ethos pernicioso que guió y guía aún la vida de millones de colombianos, que les sirvió en el pasado para sobrevivir a través del clientelismo y otras prácticas sociales fruto de precariedades colectivas e individuales en términos de capital social y cultural.

Pensar que es posible cambiar todo lo que ha estado mal en Colombia, en cuatro años, resulta quimérico, ilusorio y de alguna manera, artificioso. Leopoldo Villar Borda, en reciente columna en El Espectador, sostiene que “después de la explosión social, la agitación de la campaña presidencial y la ilusión de un nuevo despertar nacional tras la victoria de Gustavo Petro, Colombia está descendiendo con rapidez por la pendiente de la montaña rusa emocional de la que no sale desde hace mucho tiempo. Además de la polarización, la violencia, la corrupción y las pugnas que han hecho añicos el sistema político, el país sufre un malestar general que pide a gritos una solución de fondo. La sensación prevaleciente es que estamos en un callejón sin salida. Pero, así como en la vida de las personas no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista, hasta el país más agobiado puede salir del hueco”.

La Paz y el Cambio cumplieron sus propósitos como eslóganes de campaña, pero aún no logran consolidarse como verbos, condiciones y requisitos para hacer de Colombia una “potencia mundial de la vida”. Buscando la paz llevamos 50 años y aún no se logra pacificar el país; y buscando el cambio, tan solo año y medio como apuesta gubernamental.

Al problema de tener una dirigencia económica y política retrógrada, corrupta e incapaz de coadyuvar a construir nación, se suma el desespero de una sociedad que aún no conecta el cambio con la necesidad de la paz, porque naturalizó un ethos nocivo y la imposibilidad de conectar hechos y circunstancias. Al final, el cambio debe venir orientado de abajo hacia arriba, así la paz siga atada al único camino trazado hasta el momento: de arriba, hacia abajo.



Imagen tomada de Cambio.


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