Por Germán Ayala Osorio
Con la firma del tratado de paz
de La Habana (2016), Colombia entró en un complejo proceso de construcción de
una verdad jurídica, política y periodística que supera la que de manera natural
brota de los límites de las hostilidades en ocasión del conflicto armado
interno, para adentrarse en prácticas societales arropadas ideológicamente, de
las que también surgen la lucha de clases, las animadversiones propias de una
sociedad premoderna, violenta, racista, homofóbica y clasista.
Lo que viene haciendo el
presidente de la República, Gustavo Petro, en materia de señalamientos al Grupo
Argos por despojo de tierras, pero previamente al banquero Sarmiento Angulo, por
la corrupción reconocida en el pago de sobornos (coimas) en la Ruta del Sol II,
hace parte de las tensiones propias que aparecen cuando una sociedad se
enfrenta al dilema de construir paz, sobre la base de que haya verdad, así ello
implique enlodar a quienes de manera engañosa se auto proclamaron desde siempre como “gente
de bien”.
Como símbolo de unidad, Petro le
está proponiendo a Colombia una nueva manera de construir consenso y unidad
nacional, dejando de aplaudir las actividades propias del ethos mafioso que
naturalizamos de tiempo atrás. Dicen los opositores que a Petro lo que le
interesa es dividir al país y extender el odio entre las clases sociales. La
verdad es que el sobre el clasismo y el racismo se edificaron las distintas
violencias que el país viene conociendo: la paramilitar, usada para desplazar campesinos
pobres (afros, indígenas y mestizos) e incómodos para quienes agenciaron actividades
agro extractivas y de ganadería extensiva, ambiental, ecológica y culturalmente
insostenibles; la guerrillera, pensada para atacar a la vieja oligarquía “blanca”,
pero que terminó afectando al pueblo por el que supuestamente estaban luchando
para “liberarlo del yugo capitalista”; la estatal, puesta al servicio de una
élite que se avergüenza de su propio proceso de mestizaje, lo que hace posible
privatizar el Estado para ponerlo al servicio de unos pocos privilegiados, blancos con todo y linajes. Y la violencia mediática (discursiva) que ha estado al servicio de los
conglomerados económicos, responsables en gran parte de la debacle moral y
ética de las audiencias, cuyo objetivo final es mantenerlas engañadas y entretenidas
con reinados, fútbol masculino y escándalos amorosos.
De esa manera, el presidente de
la República funge como un faro moral cuya luz debe servir para iluminar los
caminos que nos lleven a la verdad, que reposa en las más oscuras y profundas
cuevas que edificaron todos los que han participado, directa o indirectamente,
del conflicto armado interno y de la naturalización de la corrupción, marca
cultural que llevamos en la frente los colombianos.
Eso sí, no toda la verdad
histórica saldrá de las imputaciones que la JEP está haciendo a los
comparecientes. Hay una parte que circula en las redes sociales, en los pocos
espacios de análisis crítico que quedan en la academia, en los medios
alternativos que están haciendo el periodismo al que renunciaron hacer los
medios tradicionales por estar defendiendo los intereses corporativos y por ese
camino, oponerse a que esa otra verdad genere una narrativa que necesita anclarse
a la institucionalidad estatal y a los imaginarios societales, individuales y
colectivos, para convertirse en un relato nacional.
De la misma manera como en Chile,
durante y después de la dictadura de Augusto Pinochet Ugarte, se consolidó un
relato en torno a la violación sistemática de los derechos humanos por parte de
los militares en las famosas “caravanas de la muerte”, Colombia debe caminar
hacia la construcción de un relato nacional parecido, pero sustentado en los
crímenes de guerra cometidos durante los tiempos de la Seguridad Democrática,
en particular, en el periodo 2002-2010. Ese periodo del “Embrujo Autoritario” debe
asumirse como nuestro propio holocausto, superando con creces los actos
ignominiosos ocurridos durante la retoma del Palacio de Justicia. La imputación
de delitos de lesa humanidad que la JEP le hizo recientemente al general Mario
Montoya Uribe, defendido por el expresidiario y expresidente Álvaro Uribe como
un “héroe de la patria”, debe erigirse como el símbolo sobre el que ese relato
nacional debe empezar a escribirse y a circular. Así como el holocausto nazi sirvió
para concebir el vergonzoso relato que los alemanes asumieron como pauta para construir
una nueva civilidad y proscribir esos hechos deshumanizantes, los colombianos
debemos hacer lo mismo. La Comisión de la Verdad le entregó al país un relato,
pero los colombianos de a pie, necesitan de uno más fácil de digerir.
Lo sucedido entre 2002 y 2010 tiene todo para ser considerado como un holocausto: el Estado se convirtió en un orden criminal. Se asesinaron civiles (6402) para hacerlos pasar como guerrilleros muertos en combate; se asesinaron profesores y académicos; se desplazaron a más 7 millones de colombianos; se le robaron las tierras, más 6 millones de hectáreas arrebatadas; cientos de masacres, especialmente las cometidas por fuerzas combinadas de paras y militares; se privatizó el Estado y se puso al servicio de una élite mafiosa. Todos los que pensaran distinto al inefable uribismo, fueron elevados a la condición de "enemigo interno". También los ecosistemas fueron sometidos a los más oprobiosos crímenes ambientales.
Ese relato nacional, civilista y
fundado en el respeto a la diferencia, debe llevarnos a proscribir para siempre
la nomenclatura Seguridad Democrática y todo lo que está históricamente conectado
a ella: Uribe, el uribismo; oficiales troperos; la doctrina del enemigo interno,
los falsos positivos, entrampamientos a la paz y toda la suerte de malas
prácticas asociadas a ese concepto que jamás estuvo fundado en el respeto a la
vida y a las diferencias.
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