Por Germán Ayala Osorio
Desde la posesión de Gustavo Petro como presidente de
Colombia se habla de Golpe de Estado Blando, como etapa inicial de lo que sería
el objetivo de la derecha mafiosa: tumbar al gobierno de Gustavo Petro.
Mientras aterrizan la alocada idea los sectores godos que se oponen a los
cambios que la actual administración quiere hacer en las dinámicas laborales,
pensionales y de salud, apuestas estas que no implican ajustes sustanciales al
modelo económico, es importante revisar cuál ha sido el papel que han jugado
históricamente los militares en la consolidación del régimen democrático
colombiano y el talante de un Estado militarista al servicio de una élite
parásita, mafiosa y corrupta. Y en este punto hay que decir que la democracia
colombiana deviene formal y procedimental, circunstancias estas que claramente
son contrarias a las que se esperaría de un régimen democrático moderno que
garantice la vida de las grandes mayorías en condiciones de dignidad, seguridad
y bienestar tal y como está prescrito en la Constitución Política de 1991.
Hay que señalar que son varias los fallos internacionales que
condenan al Estado a pedir perdón por asesinar a sus propios ciudadanos.
Recientemente, le correspondió al ministro de la Defensa, Iván Velásquez, pedir
perdón a la familia de Diego Felipe Becerra, asesinado y manipulada la escena
del crimen por agentes y oficiales de la Policía Nacional; por la masacre de
Trujillo (Valle del Cauca) y 11 casos más, la Corte Interamericana de Derechos
Humanos encontró al Estado responsable. El mismo presidente Petro reconoció que
el Estado colombiano es un orden político asesino.
A las fuerzas militares, en particular al Ejército, les
correspondió el complejo papel de enfrentar a un “enemigo interno” que surgió
en gran medida por la mezquindad de una clase política envilecida por el poder
económico. También hay que decir que ese enemigo interno surgió por la
incapacidad o quizás el desinterés de esa misma élite, de construir un proyecto
de nación. Así entonces se fue consolidando un Estado militarista, esto es, un
régimen violento que usó la mascarada de la democracia para ocultar las graves
violaciones a los derechos humanos. El Ejército nacional fue por mucho tiempo
el instrumento del que se sirvió la sempiterna élite parásita y corrupta para
defender sus intereses de clase y por esa vía, evitar que los vientos
libertarios que soplaron en los años 60, en medio de la Guerra Fría, pusieran
en entre dicho la democracia y la operación misma del Estado, a pesar de los
negativos indicadores de bienestar colectivo, participación política,
desarrollo económico y generación de progreso.
Mientras que entre los años 70 y 80 varios países de América
Latina afrontaron la irrupción de sangrientas dictaduras militares, el Ejército
colombiano enfrentaba en solitario los desafíos de unas guerrillas que le
apostaron a derrotar al régimen oligárquico que se había apoderado del Estado,
pero cayeron en el sinsentido de un conflicto que se degradó y las convirtió en
mafias igual o peores que las que estaban combatiendo. En medio de las hostilidades de lo que se
empezó a conocer como el conflicto armado interno, la democracia colombiana se
fue convirtiendo en una <<democracia armada>> en buena medida por
la militarización de la política de la que habla Gonzalo Sánchez en Guerra y
política en la sociedad colombiana. Las
acciones armadas de las guerrillas fueron respondidas por un Estado con una
capacidad militar reducida que duraría muchísimos años, hasta los tiempos del
Plan Colombia (1998), en los que se logró un verdadero mejoramiento en
equipamiento (pertrechos, helicópteros, visores nocturnos y el avión fantasma).
Con guerrillas de 20 años de creadas, los años 80, fueron
especialmente complejos y convulsionados, después del fallido proceso de paz
con las Farc-Ep que adelantó el gobierno de Betancur Cuartas, a lo que se sumó
el experimento malogrado de la UP como brazo político de la izquierda y de
otros sectores. Gonzalo Sánchez
caracteriza aquella época de esta forma: “cuando se inauguró el
período de Betancur,
ni el conjunto
del movimiento guerrillero, ni
el conjunto de las
clases dominantes habían
madurado para una paz
negociada... y sin
embargo ya era
tarde. Colombia había
entrado en lo
que el sociólogo mexicano Sergio
Zermeño ha llamado
una“ dinámica de desorden” que en nuestro caso convirtió la
confrontación social y
política en una cadena
de retaliaciones sin
fin que sólo pueden
capitalizar los más
fuertes. Así, a los frentes guerrilleros
se respondió con “ autodefensas” ;
a la movilización
popular de los paros cívicos y las marchas
campesinas, asimilada a
la subversión, se
respondió con la“ guerra sucia” ; al secuestro, con las desapariciones; al
asalto, con la
masacre. Se produjo, en suma, una
verdadera clandestinización no sólo de la extrema derecha
sino en términos más generales de la guerra, o
de las múltiples guerras, para
ser más precisos.
Frente a ellas la unidad del
Estado parece simplemente deshacerse ya que éste es en algunos
aspectos víctima; en otros es testigo tolerante o complaciente, y en otros es parte
de los poderes ‘clandestinizados’”. Mientras se
fortalecía el fenómeno paramilitar, el establecimiento lograba consolidarse en
medio de su discutible legitimidad. La mano dura de los militares,
instrumentalizados por la derecha, le hacía el juego a la democracia que, en
medio de precariedades, se mantiene a flote en un marco regional complejo en el
que las dictaduras militares de Argentina y Chile, por ejemplo, enfrentaban con
fiereza a los vientos revolucionarios que aún soplaban en la ya adolorida
Colombia.
Es cierto que las violentas corrientes dictatoriales del Cono
Sur no tocaron el territorio colombiano. Sin embargo, el país sí tuvo gobiernos
civiles violadores de los derechos humanos. Los de Julio César Turbay Ayala y
Álvaro Uribe Vélez se acercaron al terror que vivieron los argentinos,
chilenos, uruguayos y paraguayos con sus respectivas dictaduras. Y lo hicieron,
amparados en sus políticas de seguridad: el Estatuto de Seguridad para el caso
de Turbay y la Seguridad Democrática para el caso de Uribe. No faltará quien
recuerde la “dictadura” del general Rojas Pinilla, con la idea de señalar que
en ese momento histórico hubo una ruptura constitucional con efectos graves
para las garantías ciudadanas. Los 6402 asesinatos de civiles son apenas una muestra
de la violencia estatal que desplegó Uribe Vélez, bajo su falsa narrativa de acabar
“conlafar”.
Al respecto hay que decir que lo vivido durante ese corto
periodo no fue precisamente una dictadura, si la comparamos con lo ocurrido en
Argentina con los generales Masera y Galtieri, verdaderos genocidas. Bajo esas
circunstancias, el establecimiento colombiano creó la narrativa que señala al
país como “la democracia más antigua del hemisferio”, por el solo hecho de que jamás sufrió los
dolorosos quiebres constitucionales e institucionales que sobrellevaron los
argentinos, chilenos, uruguayos y paraguayos. Esa misma narrativa sirvió para
insistir en la idea de que los militares
colombianos siempre estuvieron sometidos al poder civil, lo que históricamente
alejó cualquier posibilidad de ver a militares golpistas manejar los destinos
del país. Hubo y habrá ruidos de sables, pero no más. A pesar de esa tradición
democrática, esos gobiernos civiles de “mano dura” violaron de manera
sistemática los derechos humanos.
No hemos necesitado vivir bajo una dictadura militar para que
desde el Estado se violen de forma sistemática los derechos humanos. Ha sido
suficiente para lograr ese escabroso objetivo, las condiciones que imponen las
dinámicas del conflicto armado interno y la operación de un Estado militarista
que, siguiendo las directrices de una élite parásita, enemiga de campesinos,
afros e indígenas, persiguió a profesores, sindicalistas, periodistas,
intelectuales e investigadores sociales, entre otros, como resultado de la
extensión del principio del enemigo interno. Esa misma élite usó a su favor la
operación mafiosa, ambivalente y anacrónica de las guerrillas para crear grupos
paramilitares que le ayudaran a despojarle a campesinos, millones de hectáreas
de tierras para consolidar proyectos agroextractivos (minería ilegal-legal)
propios de una economía de enclave. Quienes están detrás de las acciones
propias de un Golpe de Estado Blando lo hacen no porque piensen en la
instauración de una dictadura militar. No. En lo que realmente están pensando
es en regresarnos a los tiempos de la Seguridad Democrática, mascarada que le
sirvió al régimen de poder esconderse para ocultar el carácter criminal de un
Estado militarista.
Imagen tomada de Semana.com
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