domingo, 3 de septiembre de 2023

COLOMBIA: UN ESTADO MILITARISTA VIOLADOR DE LOS DERECHOS HUMANOS

 

Por Germán Ayala Osorio

Desde la posesión de Gustavo Petro como presidente de Colombia se habla de Golpe de Estado Blando, como etapa inicial de lo que sería el objetivo de la derecha mafiosa: tumbar al gobierno de Gustavo Petro. Mientras aterrizan la alocada idea los sectores godos que se oponen a los cambios que la actual administración quiere hacer en las dinámicas laborales, pensionales y de salud, apuestas estas que no implican ajustes sustanciales al modelo económico, es importante revisar cuál ha sido el papel que han jugado históricamente los militares en la consolidación del régimen democrático colombiano y el talante de un Estado militarista al servicio de una élite parásita, mafiosa y corrupta. Y en este punto hay que decir que la democracia colombiana deviene formal y procedimental, circunstancias estas que claramente son contrarias a las que se esperaría de un régimen democrático moderno que garantice la vida de las grandes mayorías en condiciones de dignidad, seguridad y bienestar tal y como está prescrito en la Constitución Política de 1991.

Hay que señalar que son varias los fallos internacionales que condenan al Estado a pedir perdón por asesinar a sus propios ciudadanos. Recientemente, le correspondió al ministro de la Defensa, Iván Velásquez, pedir perdón a la familia de Diego Felipe Becerra, asesinado y manipulada la escena del crimen por agentes y oficiales de la Policía Nacional; por la masacre de Trujillo (Valle del Cauca) y 11 casos más, la Corte Interamericana de Derechos Humanos encontró al Estado responsable. El mismo presidente Petro reconoció que el Estado colombiano es un orden político asesino.

A las fuerzas militares, en particular al Ejército, les correspondió el complejo papel de enfrentar a un “enemigo interno” que surgió en gran medida por la mezquindad de una clase política envilecida por el poder económico. También hay que decir que ese enemigo interno surgió por la incapacidad o quizás el desinterés de esa misma élite, de construir un proyecto de nación. Así entonces se fue consolidando un Estado militarista, esto es, un régimen violento que usó la mascarada de la democracia para ocultar las graves violaciones a los derechos humanos. El Ejército nacional fue por mucho tiempo el instrumento del que se sirvió la sempiterna élite parásita y corrupta para defender sus intereses de clase y por esa vía, evitar que los vientos libertarios que soplaron en los años 60, en medio de la Guerra Fría, pusieran en entre dicho la democracia y la operación misma del Estado, a pesar de los negativos indicadores de bienestar colectivo, participación política, desarrollo económico y generación de progreso.

Mientras que entre los años 70 y 80 varios países de América Latina afrontaron la irrupción de sangrientas dictaduras militares, el Ejército colombiano enfrentaba en solitario los desafíos de unas guerrillas que le apostaron a derrotar al régimen oligárquico que se había apoderado del Estado, pero cayeron en el sinsentido de un conflicto que se degradó y las convirtió en mafias igual o peores que las que estaban combatiendo.  En medio de las hostilidades de lo que se empezó a conocer como el conflicto armado interno, la democracia colombiana se fue convirtiendo en una <<democracia armada>> en buena medida por la militarización de la política de la que habla Gonzalo Sánchez en Guerra y política en la sociedad colombiana.  Las acciones armadas de las guerrillas fueron respondidas por un Estado con una capacidad militar reducida que duraría muchísimos años, hasta los tiempos del Plan Colombia (1998), en los que se logró un verdadero mejoramiento en equipamiento (pertrechos, helicópteros, visores nocturnos y el avión fantasma).

Con guerrillas de 20 años de creadas, los años 80, fueron especialmente complejos y convulsionados, después del fallido proceso de paz con las Farc-Ep que adelantó el gobierno de Betancur Cuartas, a lo que se sumó el experimento malogrado de la UP como brazo político de la izquierda y de otros sectores. Gonzalo Sánchez  caracteriza aquella época de esta forma: “cuando se inauguró  el  período  de  Betancur,  ni  el  conjunto  del movimiento  guerrillero,  ni  el  conjunto  de  las clases  dominantes  habían  madurado  para  una paz  negociada...  y  sin  embargo  ya  era  tarde. Colombia había  entrado  en  lo  que  el  sociólogo mexicano   Sergio   Zermeño   ha   llamado   una“ dinámica de desorden” que en nuestro caso convirtió  la  confrontación  social  y  política  en una  cadena  de  retaliaciones  sin  fin  que  sólo pueden  capitalizar  los  más  fuertes.  Así, a los frentes guerrilleros se respondió con “ autodefensas” ;  a  la  movilización  popular  de  los paros cívicos y las marchas campesinas,  asimilada   a   la   subversión,   se   respondió   con   la“ guerra sucia” ; al  secuestro, con las desapariciones;  al  asalto,  con  la  masacre.  Se produjo, en suma, una verdadera clandestinización no sólo de la extrema  derecha  sino  en  términos más generales de la guerra,  o  de  las  múltiples guerras,  para  ser  más  precisos.  Frente a ellas la   unidad   del   Estado   parece   simplemente deshacerse ya que éste es en algunos aspectos víctima; en otros es testigo tolerante o complaciente, y en otros   es parte   de los  poderes  ‘clandestinizados’”. Mientras se fortalecía el fenómeno paramilitar, el establecimiento lograba consolidarse en medio de su discutible legitimidad. La mano dura de los militares, instrumentalizados por la derecha, le hacía el juego a la democracia que, en medio de precariedades, se mantiene a flote en un marco regional complejo en el que las dictaduras militares de Argentina y Chile, por ejemplo, enfrentaban con fiereza a los vientos revolucionarios que aún soplaban en la ya adolorida Colombia.

Es cierto que las violentas corrientes dictatoriales del Cono Sur no tocaron el territorio colombiano. Sin embargo, el país sí tuvo gobiernos civiles violadores de los derechos humanos. Los de Julio César Turbay Ayala y Álvaro Uribe Vélez se acercaron al terror que vivieron los argentinos, chilenos, uruguayos y paraguayos con sus respectivas dictaduras. Y lo hicieron, amparados en sus políticas de seguridad: el Estatuto de Seguridad para el caso de Turbay y la Seguridad Democrática para el caso de Uribe. No faltará quien recuerde la “dictadura” del general Rojas Pinilla, con la idea de señalar que en ese momento histórico hubo una ruptura constitucional con efectos graves para las garantías ciudadanas. Los 6402 asesinatos de civiles son apenas una muestra de la violencia estatal que desplegó Uribe Vélez, bajo su falsa narrativa de acabar “conlafar”.

Al respecto hay que decir que lo vivido durante ese corto periodo no fue precisamente una dictadura, si la comparamos con lo ocurrido en Argentina con los generales Masera y Galtieri, verdaderos genocidas. Bajo esas circunstancias, el establecimiento colombiano creó la narrativa que señala al país como “la democracia más antigua del hemisferio”,  por el solo hecho de que jamás sufrió los dolorosos quiebres constitucionales e institucionales que sobrellevaron los argentinos, chilenos, uruguayos y paraguayos. Esa misma narrativa sirvió para insistir en la  idea de que los militares colombianos siempre estuvieron sometidos al poder civil, lo que históricamente alejó cualquier posibilidad de ver a militares golpistas manejar los destinos del país. Hubo y habrá ruidos de sables, pero no más. A pesar de esa tradición democrática, esos gobiernos civiles de “mano dura” violaron de manera sistemática los derechos humanos.

No hemos necesitado vivir bajo una dictadura militar para que desde el Estado se violen de forma sistemática los derechos humanos. Ha sido suficiente para lograr ese escabroso objetivo, las condiciones que imponen las dinámicas del conflicto armado interno y la operación de un Estado militarista que, siguiendo las directrices de una élite parásita, enemiga de campesinos, afros e indígenas, persiguió a profesores, sindicalistas, periodistas, intelectuales e investigadores sociales, entre otros, como resultado de la extensión del principio del enemigo interno. Esa misma élite usó a su favor la operación mafiosa, ambivalente y anacrónica de las guerrillas para crear grupos paramilitares que le ayudaran a despojarle a campesinos, millones de hectáreas de tierras para consolidar proyectos agroextractivos (minería ilegal-legal) propios de una economía de enclave. Quienes están detrás de las acciones propias de un Golpe de Estado Blando lo hacen no porque piensen en la instauración de una dictadura militar. No. En lo que realmente están pensando es en regresarnos a los tiempos de la Seguridad Democrática, mascarada que le sirvió al régimen de poder esconderse para ocultar el carácter criminal de un Estado militarista. 


Imagen tomada de Semana.com

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