Por Germán Ayala Osorio
La decapitación de una mujer, en La Unión, Valle del Cauca, es el más reciente, macabro y escabroso feminicidio en Colombia. En plena calle y después de ser perseguida por su expareja, la mujer fue decapitada con un machete. El hombre responsable está en manos de las autoridades. El victimario se llama Hernando de Jesús Suárez y la víctima, Diana Carolina Serna.
Los feminicidios, infortunadamente, se están haciendo cada vez más comunes en este país conservador, machista, misógino y violento. Llegará el momento en el que se volverán paisaje, como ocurrió con la corrupción público-privada, los raponazos callejeros, las masacres, las violaciones y manoseos de mujeres y niñas, y la violencia política.
El aparato de justicia en Colombia opera muy de cerca de las prácticas machistas y del lenguaje sexista de jueces y operadores judiciales que ven a las mujeres víctimas como culpables de “provocar” la ira o los deseos incontrolables de los hombres agresores. Baste con señalar que la ruta para denunciar tocamientos en el transporte público está plagada de lecturas maliciosas e incluso de burlas por parte de quienes intervienen en el proceso de recepción de las quejas y denuncias. Las víctimas sufren múltiples formas de revictimización.
Los gritos de justicia llevan a
la eterna petición: pena de muerte o la cadena perpetua. Sabemos que esas penas
no están contempladas en nuestro ordenamiento jurídico. La máxima pena de 60
años parece mínima para las víctimas y esa parte de la sociedad que cree que,
con la pena capital o la cadena perpetua, los criminales lo pensarán dos veces
antes de violar o asesinar a una mujer o a una menor. Aunque en la realidad no necesariamente
sucede así, hay coyunturas violentas que ameritan respuestas contundentes de
parte de un Estado y de una sociedad que no protegen a las mujeres y a las niñas.
Con el caso del descabezamiento ocurrido en el
Valle del Cauca vuelven entonces las solicitudes de reformar la constitución y el
código penal, para encauzar a los feminicidas y violadores, con el firme
propósito de hacerlos pagar con la vida por los ultrajes al cuerpo femenino.
Podría pensarse en un ajuste de
la carta política en este sentido, a partir del impacto psico social que debería
dejar la decapitación de la mujer en La Unión, Valle del Cauca. El ajuste que
propongo va en el siguiente sentido: cuando se trate de feminicidios como el mencionado,
un comité de mujeres (juezas, profesionales de otras disciplinas, amas de casa
y estudiantes universitarias y víctimas que sobrevivieron a ataques similares)
asuma la discusión en torno al castigo que merecería el tipo que le cortó la
cabeza a su ex, con un machete.
Habría unos atenuantes que justificarían
la conformación de dicho comité: 1. Se trata de un feminicidio ocurrido en vía
pública, lo que claramente constituye un acto que no solo violenta la identidad
y el cuerpo de la mujer asesinada, sino que podría afectar en materia grave la
psiquis de la comunidad (municipio). Eso sí, hay que decir que la valoración social
y colectiva del hecho criminal no es la misma si el crimen hubiese ocurrido en
Bogotá o en Cali. Si así hubiese ocurrido, la misma prensa habría titulado en
primera página el hecho y el repudio social y político habría sido distinto. 2.
La decapitación podría considerarse como un agravante por ser considerado una acción
bárbara, propia de un individuo premoderno y extremadamente violento. 3. El victimario
construyó una relación de dominación, apropiación y subvaloración temprana
sobre la mujer y su cuerpo, lo que explicaría el descabezamiento, asumido por
el asesino como un castigo ejemplarizante por haberse negado a volver con él.
Sé, que el caso pasará rápidamente
como uno más de las violencias que sufren las mujeres en Colombia. Como también
sé que operadores judiciales y políticos y gente del común esperarán que el
asesino, una vez sea trasladado a la cárcel, se active dentro del penal la “venganza”
de parte de otros criminales que no aceptan dentro de sus celdas a violadores y
decapitadores de mujeres. Entonces, aquellos dirán: merecía morir. Así las cosas, la
pena capital sería una realidad en el mundo de la ilegalidad en el que operan
las prisiones colombianas.
Imagen tomada de Infobae.
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