Por Germán
Ayala Osorio
Los escándalos
mediáticos y jurídico-políticos constituyen hechos culturales que nos avergüenzan
por unos días, de pronto por algunos meses, para luego quedar a merced de la siempre
frágil memoria colectiva.
Desde los hechos
bochornosos acaecidos durante la construcción de la represa de El Guavio,
pasando por el proceso 8.000, Reficar, los carteles de la hemofilia, de la Toga,
los falsos positivos y el caso Odebrecht y la Ruta del Sol II, el país sigue
sumido en la desvergüenza. Y qué curioso que las confesiones de Óscar Iván Zuluaga
nuevamente enlodan al círculo más cercano del expresidente y expresidiario,
Álvaro Uribe Vélez.
Todos los
anteriores y otros tantos hechos delictivos que no puedo registrar aquí porque
harían interminable esta columna, comparten un naturalizado ethos mafioso que
se conecta inexorablemente con el ejercicio del poder político, de la política menuda
y el pragmatismo de los políticos profesionales y los partidos políticos,
convertidos estos últimos en oficinas de transacciones burocráticas; esos
partidos son sostenidos por magnates que instrumentalizan a sus políticos,
patrocinando sus campañas, convirtiendo a presidentes de la República en sus sirvientes,
aunque de carácter fatuo frente al pueblo.
También se conecta
ese ethos mafioso con el sistema capitalista y la inmoralidad que se desprende de
su operación. Enriquecerse es el objetivo primordial de todos aquellos que, amparados
en el ethos mafioso, se aventuran a participar de todo tipo de ilícitos porque
saben que, por más mal que les vaya, siempre podrán conservar sus grandes
fortunas ilícitamente conseguidas. El caso Emilio Tapia resulta paradigmático:
varias veces procesado y condenado por casos de corrupción y sigue moviendo los
hilos de la corrupción público-privada. O
el caso de corrupción del congresista Mario Castaño y sus marionetas, en el que
también estaría comprometido el congresista del Centro Democrático, Ciro
Ramírez, imputado por varios delitos por la Corte Suprema de Justicia.
A todo lo
anterior se suma la debilidad del aparato de justicia que toma decisiones de la
mano de los códigos, pero también de lo que les dice a los jueces la economía
del crimen, paradigma moral desde donde actúan los políticos corruptos.
Ese comportamiento
mafioso de los políticos y empresarios obedece a un problema cultural de fondo:
somos mafiosos o por lo menos, proclives a torcer la ley, a saltarnos las filas
y procedimientos reglados. Colombia exhibe un grave problema cultural.
En varios
momentos de la vida política de este país se habló de la necesidad de hacer un Pacto
Político, en función de alcanzar una anhelada paz. La constitución del 91 se
asumió y se entendió como un Pacto de Paz, como un nuevo contrato social. Pero
la verdad es que el país poco cambió en materia de corrupción público-privada. Eso
sí, se hizo más sofisticada.
La negociación
política entre el Estado y las Farc-Ep en La Habana se asumió de la misma
manera: otro pacto con el objetivo de pacificar al país, pero tampoco se logró.
Es más, en el Tratado de Paz de 300 páginas que millones de colombianos jamás
leyeron se propone hacer un Pacto Político. El presidente Petro recogió esa propuesta,
pero ya sabemos qué pasó.
Es tiempo de
dejar de llamar Pacto Político a ese deseo de ponerle punto final a todo lo que
está mal en el país, para empezar a hablar de un Pacto Cultural que proscriba
el ethos mafioso que todos hemos validado por acción u omisión. Un Pacto Cultural
que destierre, por ejemplo, los vericuetos morales que decidió recorrer el más
reciente protagonista de la corrupción política: el excandidato presidencial por
el uribismo y ex ministro de Hacienda, Oscar Iván Zuluaga. Su confesión ante el
sacerdote Uría no deja de ser una tramoya moral para encontrar sosiego y
comprensión en los millones de creyentes colombianos que quizás en el pasado también
perdonaron a otros políticos piadosos que optaron por comportarse como
mafiosos.
Necesitamos un
Pacto Cultural. El problema es que hoy no hay quién lidere desde la sociedad
civil ese impostergable proyecto. Como tampoco lo hay desde las fuerzas
armadas. Tampoco aparece un liderazgo en la academia. Mucho menos en Iglesias y
congregaciones. Como tampoco en los clubes de fútbol aparecen dirigentes o
deportistas con el interés de poner a hablar al país de dicho pacto. Es comprensible que ese Pacto Cultural del que aquí hablo necesita de un cambio actitudinal de la dirigencia empresarial y política, actores en donde el ethos mafioso nace y se reproduce.,
Eso sí, antes de
pensar en que broten de los sectores señalados cualquier iniciativa que lleve
por nombre Pacto Cultural, el país y la sociedad entera necesita proscribir todas
las prácticas que identifican al uribismo con la corrupción público-privada. Para
confinar ese particular ethos debería de ser suficiente con los 6402 crímenes
de Estado cometidos entre 2002 y 2010. Pero no fue así. La confesión del
inefable Oscar Iván Zuluaga tampoco será suficiente para desterrar esa forma de
asumir la política, lo público, la ética y la moral. Será difícil un Pacto
Cultural en Colombia mientras siga vigente ese paradigma moral, ético, político
y económico que se naturalizó desde el 7 de agosto de 2002.
Imagen tomada de El Heraldo.
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